Resumir el primer año de Mauricio Macri como presidente de la Nación obliga a hacer una disección minuciosa. En una primera etapa, los elogios por haber sacado al país del default y por haber levantado sin mayores sobresaltos el cepo cambiario permitieron tapar la impericia política que exhibió -y que aún exhibe- el Gobierno de Cambiemos.
El PRO llegó al poder apoyado en el tejido territorial del radicalismo y en los liderazgos unipersonales del Presidente y de la líder de la Coalición Cívica, Elisa Carrió. Pero esa alianza no le garantizó gobernabilidad, y debió recurrir en exceso a las negociaciones con gobernadores, senadores y diputados de otros espacios.
Así fue que cada paso debió ser consensuado con los principales referentes opositores, que con el correr de los meses ganaron mayor protagonismo. Es el caso puntual del peronista disidente Sergio Massa. Los ejemplos a lo largo del año se sucedieron: desde el acuerdo con los mandatarios provinciales para la devolución en cuotas de los porcentajes de la coparticipación retenidos hasta la última discusión en el Congreso -con sangría incluida- por los cambios en el impuesto a las Ganancias.
En la mayoría de los casos, la debilidad política del macrismo lo obligó a ceder ante los reclamos e, incluso, a perder ante la negativa de la oposición conducida por el peronismo. El ejemplo más claro fue el proyecto de reforma política, que fue aprobado en Diputados pero naufragó en el Senado, lo que hace presumir que en 2017 el país seguirá votando con boletas de papel.
El año que comienza será decisivo para las aspiraciones de Macri de buscar con chances reales la reelección en 2019. Prueba de ello son los intentos de sus principales operadores políticos (Rogelio Frigerio, Marcos Peña y Emilio Monzó) de incluir en Cambiemos a sectores del justicialismo para ampliar la base electoral. El macrismo, en 2017, pondrá mucho más que bancas legislativas en juego.